Una tarde de tormenta en verano abre la posibilidad de estremecerse con los relámpagos y truenos que nos hacen sentirnos pequeños y vulnerables en las calles de nuestras ciudades. También es un momento único en el cual las personas nos retratamos: unas corremos para no mojarnos y otras recibimos las gotas de lluvia como un regalo de la naturaleza para combatir el calor del estío.
Los niños también disfrutan y temen a un tiempo a las tormentas y viendo la reacción de varios niños llegados de Pakistán a nuestro barrio podemos notar también las diferencias entre nuestras costumbres y las suyas. Hace treinta años estábamos mucho más en la calle y seguro que a más de uno nos sorprendió un chaparrón que nos dejó calados; ahora eso es casi imposible porque nuestros hijos e hijas están delante de pantallas electrónicas la mayor parte del día y éstas, a pesar de ser portátiles, necesitan estar tiempo enchufadas lo que les limita salir al aire libre. Viendo como los mocosos de unos ocho años se quitaban la camiseta y corrían descalzos bajo el aguacero me preguntaba si algo genético les mostraba lo que la llegada del agua significa en el país de sus progenitores y por eso disfrutaban de la misma sin pensar en posibles catarros o en regañinas al llegar a casa.
Oyendo sus gritos mientras levantaban sus brazos al aire e intentaban tragar gota a gota el aguacero con la boca abierta hacia el cielo gris rejuvenecía unos cuantos años y pensaba en lo poco que necesitamos para ser felices y en las pocas veces que nos damos cuenta de este detalle.